¿Cuéntenos una experiencia particularmente significativa que tuvo durante su formación, y por qué fue significativa para usted?
En el otoño de 2016, después de completar los estudios de filosofía, me enviaron a Guadalajara, México, para estudiar español. Al llegar allí, las únicas palabras en español que conocía (aparte de las malas) eran taco, burrito y cerveza, por favor. Mi vocabulario era muy limitado. Uno de los jesuitas me recogió en el aeropuerto y me llevó a mi nueva comunidad. Cuando llegué, acababan de empezar a cenar, así que me uní a ellos. Éramos 12 personas alrededor de la mesa, todos sonreían, charlaban, reían, se lo pasaban muy bien… excepto yo. No entendía nada de lo que decían y nadie hablaba inglés. Quería participar en la diversión, quería conocerlos, participar en las bromas, pero no podía. Era la primera vez que vivía como extranjero, y era la primera vez en mi vida que me sentía como un extraño, un inmigrante. A través de esta experiencia, entendí por fin lo que significaba empatizar, y aprendí la importancia de la hospitalidad y de acoger al extranjero.
¿A qué lugar lo ha llevado su vocación jesuita que nunca pensó que iría?
A Dubrovnik. Sunnyside. Viena. Horseshoe Bend. Oporto. San Luis. Salamanca. Spokane. Lago Como. Applegate. Oaxaca. Kansas City. Antibes. Me ha llevado a las puertas de la muerte, atendiendo a enfermos terminales en un hospicio; al precipicio de la desesperación, atendiendo a jóvenes en prisión que cumplen prácticamente cadena perpetua; a una nueva forma de pensar, entender y comunicarme a través del aprendizaje del idioma español. Pero probablemente lo menos exótico, pero más sorprendente: estar al frente de un aula y el púlpito de una iglesia. Cuando era un niño, lo último que pensaba que sería era un maestro, porque nunca me gustó la escuela, o un sacerdote, porque nunca me gustó ir a la iglesia. Sin embargo, ahí estaba yo, durante mi magisterio en la formación jesuita, dando clases y homilías, y amando cada minuto de ello.