Por Eric A. Clayton
Ella me dijo: «No pensé que pudieras hablar en serio. Pensaba que eras todo broma».
Recuerdo haber sonreído en ese momento, dándole la razón a mi interlocutora. En ese momento, interpreté sus palabras como que había hecho un gran trabajo cambiando de rumbo según lo exigía el estado de ánimo del momento: divertido, luego serio, luego reflexivo, luego divertido de nuevo. Bueno, además ella no dijo chistes malos. ¡Todos ganamos! Pero esta conversación, que tuvo lugar hace casi 10 años, se me ha quedado grabada, y no como una afirmación de mi hilaridad.
En aquel entonces formaba parte de un equipo que daba un retiro para jóvenes adultos. En aquella época de mi vida -léase: antes de tener hijos- eso era algo que hacía a menudo. Hay un vibrante centro de retiros no muy lejos de Baltimore dirigido por las Hermanas de Bon Secours, y pasé muchas horas allí escribiendo charlas sobre retiros, formando equipos y reflexionando en comunidad.
Todo eso para decir que me sentía muy cómodo en ese espacio. Así que, cuando llegué a ese fin de semana de retiro en particular -a pesar de llegar un poco tarde, a pesar de no haber conocido todavía a la mujer con la que iba a coordinar al pequeño grupo-, inmediatamente empecé a hacer bromas, a burlarme de mis amigos de equipo y a ser, en general, muy molestoso.
Todo un clásico.
Daba la impresión de ser alguien poco serio. Cuando, de repente, cambié de rumbo con el grupo pequeño y puse lo que mi hermano ha denominado mi voz «reflexiva». Mi cofacilitadora se sintió comprensiblemente desconcertada.
Ahora bien, todos tenemos una infinidad de partes que conforman nuestra personalidad: a veces somos reflexivos y tímidos; otras veces somos descarados y divertidos; y así sucesivamente. No podemos manifestar todos los aspectos de lo que somos todo el tiempo y a la vez. Y no deberíamos hacerlo. Cada momento requiere una parte diferente de nuestra personalidad.
Es más, las comunidades marginadas se ven a menudo obligadas a caminar por la cuerda floja de la personalidad, desalentadas por las estructuras sociales para expresar plenamente todo lo que compone su identidad para ajustarse a lo que la cultura dominante considera «aceptable».
Todo esto para decir que lo que hice en ese retiro hace tantos años no era terriblemente infrecuente. Era un manejo con mucha diversión hasta que llegó el momento de ponerme el sombrero de la reflexión, y todo eso me pareció más o menos auténtico.
Pero lo que me sorprende ahora es lo que me asombró entonces: La reacción de mi colega facilitadora fue de confusión, casi como si cometiera una traición, como si yo estuviera escondiendo parte de quién era en realidad, como si estuviera mintiendo. Esto me hizo cuestionarme: ¿Estaba realmente ocultando algo? ¿Tenía miedo de algo enterrado profundamente dentro de mí? ¿Había alguna razón por la que no podía enlazar mejor la reflexión con el humor, presentándome como un ser más holístico?
Todavía me lo pregunto.
Recuerda: Ignacio de Loyola y la espiritualidad que lleva su nombre exigen que cuidemos de nuestro yo completo – cura personalis. Nuestros cuerpos, nuestras mentes, nuestro contexto… Todo ello importa; todo ello necesita ser cuidado, comprendido, integrado.
¿Nos escondemos -tú, yo- detrás de ciertas partes de nuestra personalidad, partes que consideramos más fuertes o más atractivas o más deseables para ocultar alguna otra de nosotros mismos que realmente necesita nuestra atención?
¿Obligamos a los demás a ocultar partes de sí mismos solo para que puedan comunicarse con nosotros? ¿Solo para que puedan existir en nuestra presencia? ¿Hay algún perjuicio que queda -a mí, a ti, a los demás- como resultado?
Son preguntas importantes que llegan al corazón de lo que significa cuidar de nosotros mismos y de los demás como personas plenas. Y claro, hay y siempre habrá momentos en los que es más apropiado ser reflexivo que divertido, pero ¿qué pasaría si fuéramos capaces de integrar realmente todo lo que somos? ¿Y si fuéramos capaces de reparar y cuidar esas partes de nosotros mismos que están descuidadas, escondidas?
¿Qué aprenderíamos sobre el misterio de nuestro propio ser? ¿Qué aprenderíamos sobre el misterio de los demás?
¿Qué aprenderíamos sobre el misterio de Dios y el sueño de Dios para toda la creación, y cómo nuestro misterio único está en constante y profundo diálogo con el Misterio? (Nótese la «M» mayúscula).
Esta semana, atiende a esas partes de tu propio ser que quizás, sin saberlo, proteges del mundo. Al hacerlo, podrás manifestar mejor la enseñanza esencial de Jesús: Ama a tu prójimo como a ti mismo. Y entonces, como personas cada vez más íntegras, podremos entrar más profundamente en el misterio de Dios.
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Eric A. Clayton es el autor de Cannonball Moments: Telling Your Story, Deepening Your Faith (Loyola Press) y subdirector de comunicaciones de la Conferencia Jesuita de Canadá y Estados Unidos. Sus ensayos sobre espiritualidad, paternidad y cultura pop han aparecido en America Magazine, National Catholic Reporter, Busted Halo y otros, y es colaborador habitual de Give Us This Day y IgnatianSpirituality.com. Sus obras de ficción han sido publicadas por Dark Hare Press, la revista World of Myth y otras. Vive en Baltimore, MD, con su mujer, sus dos hijas pequeñas y su gato, Sebastian. Siga los escritos de Eric en ericclaytonwrites.com.