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Historias

Los Diarios Ignacianos son una nueva serie mensual de Shannon K. Evans, escritora y madre de cinco hijos que vive en Iowa y que nos cuenta sobre los momentos de gracia en su vida diaria caótica a través de una perspectiva de espiritualidad ignaciana.

Por Shannon K. Evans

18 de octubre de 2019 – El caos de la cena familiar comenzó cuando mi familia de siete miembros se sentó a la mesa. Me había prometido que esta vez no dejaría que la frustración se apoderara de mí. Iba a poner en práctica lo que había aprendido acerca del desapego en los ejercicios espirituales ignacianos. Iba a disfrutar la gracia de tener hijos con los que puedo compartir la cena. Sin embargo, en menos de dos minutos, el bebé estaba llorando, los niños mayores se estaban quejando de la comida, el otro bebé se untaba salsa de tomate en el pelo y yo me liberaba del estrés respondiéndole a mi esposo en seco y con sarcasmo. ¡Vaya desapego!

Una hora después, con papá arriba supervisando la hora de dormir como un director de circo, yo lavaba los platos en el fregadero, agradecida por la tranquilidad y la soledad para reflexionar y rezar. En mis oídos resonaba el consejo de los padres que han pasado por esto antes que yo, la sabiduría informalmente heredada en la fila de las tiendas y en los comentarios de Facebook: «Disfruta cada momento». «Valora esta etapa». «Pasa tan rápido». Amo a mi familia apasionadamente, pero la vida familiar rara vez es paradisíaca y esa noche no fue la excepción.

Otra olla lavada y seca, y otras dos más por lavar. El lavaplatos ya estaba lleno y tarareaba a mi derecha, con suficiente vajilla como para un equipo de baloncesto. Mi mente se preguntaba las mismas preguntas de siempre como disco rayado. ¿Por qué las cosas nunca permanecen en orden, literalmente o en sentido figurado? ¿Por qué me necesitan todo el tiempo? ¿Por qué esta vida parece tan diferente de lo que una vez imaginé? Uno creería que después de casi una década criando hijos, no continuaría manteniendo grandes expectativas, pero en cambio, podía ver que seguía luchando por mis propias ideas de cómo debería ser la vida.

Desempolvé mi memoria para recordar lo que había aprendido hace poco sobre la indiferencia ignaciana. Para liberarme de mi adición al control, debo rendirme a vivir en el presente, y aceptar las frustraciones y decepciones como si fuesen regalos. Después de todo, son (al menos) prueba de que estoy viva. San Ignacio escribió que nuestro descontrolado apego a los resultados se interpone en el camino del amor a Dios, a los otros y a nosotros mismos. Él creía que el único camino a la libertad espiritual es desconectarnos de nuestras preferencias y aceptar las cosas como son en vez de obsesionarnos con cómo desearíamos que fueran. Elegir el desapego significa amar lo que tenemos.

Al recordar mi impaciencia durante la cena esa noche, me di cuenta de que había estado tan apegada a mis propios sentimientos que me había incluido en esta historia como una víctima, presa de las necesidades humanas y honestas de los que me rodean. Había perdido la oportunidad de sentir alegría y amor porque no estaba libre para recibir esa dicha con los brazos abiertos.

Por el contrario, recordé un incidente que había sucedido la semana anterior. Mientras estaba limpiando un accidente de baño desastroso, respiraba profundamente y rezaba «Jesús, confío en ti» una y otra vez. Recordé que en aquel momento sentí paciencia y ternura divinas, una gracia que había pasado por alto durante la comida de esta noche.

Podía sentir a Jesús que me invitaba a volver a aquel lugar de libertad y paz con más frecuencia, a abandonar mi apego descontrolado y encontrar consuelo en su compañía. Como ser humano en la tierra, el Jesús de los Evangelios daba toda su atención y cuidado a la persona delante de él en cualquier momento. Él vivió con tan desapego que cada interrupción, cada pedido inesperado, era recibido como un regalo. Liberado de los amores descontrolados y del interés propio, Jesús era libre de ignorar planes y expectativas para ofrecerse de todo corazón a aquellos que lo rodeaban. Así, apasionadamente, el mismo espíritu que le permitió hacerlo, también vive en mí.

Mientras mojaba un trapo y limpiaba la encimera, me imaginaba lo que Jesús hubiera dicho si hubiera estado aquí. Por alguna razón, no podía imaginármelo regañándome por no estar contenta o lo suficientemente agradecida por mis bendiciones. Basándome en el Jesús de la biblia, me imaginé que él probablemente me preguntaría cuáles eran mis deseos. ¿Qué es lo que quieres?

Lo pensé mucho. Quería el desapego de mi tendencia a controlar a aquellos que me rodean. Quería ser libre de amar y ser amada en la realidad de hoy, en vez de desear que mis circunstancias fueran diferentes, o que la gente a mi alrededor se comportara de otra manera. Quería sentir la presencia de Dios allí conmigo. Y finalmente, la sentí.

Mi mayor deseo en la vida no es que las cosas sucedan como yo quiera, sino que pueda ser libre para sentir el amor tan profundamente y tan a menudo como sea posible. A veces, la interrupción de mis planes es lo que me ofrece la gran oportunidad de crecer en el amor.

Apagué la luz, y me tomé un momento para hacer una pausa y evaluar mi trabajo. La cocina estaba reluciente: limpia y restaurada, lista para la vida de mañana, lista para comenzar de nuevo.

Shannon K. Evans es la autora de «Embracing Weakness: The Unlikely Secret to Changing the World». Su obra ha sido publicada en las revistas America y Saint Anthony Messenger como también en línea en Ruminate, Verily, Huffington Post, Grotto Network y otros. Shannon, su esposo y sus cinco hijos viven en el centro de Iowa.