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Historias

Ignaciana todos los días es una serie mensual de Shannon K. Evans, escritora y madre de cinco hijos, que vive en Iowa, y que a través del lente de la espiritualidad ignaciana narra momentos de gracia en medio de su caótica vida diaria.

Hace unas semanas pasé una hora sentada en una silla plegable bajo la nieve, detrás de una hilera de cruces martilladas y de velas que se apagaban con el viento. Nuestra comunidad local de trabajadores católicos había organizado una sencilla protesta pública contra la pena capital. Cada uno de nosotros hizo turnos durante el día; se trataba de una vigilia por 10 presos que habían sido ejecutados por el gobierno federal el año pasado, y por otros tres que serían ejecutados sólo unos días más tarde.

Entre nosotros estaban representadas mujeres mayores y estudiantes universitarios, madres de clase media y hombres solteros. Con el beneplácito de la policía local y algunos transeúntes que se atrevieron a dar un paseo bajo las gélidas temperaturas, guardamos silencio por el dolor que representa la cultura de la muerte en nuestra nación. Decidimos tomarnos un día completo para orar por una nación que algún día podría imaginar una justicia restaurativa, en lugar de una retributiva.

Para olvidar la sensación cada vez más entumecida de mis piernas, pasé parte de mi turno pensando en el pasaje en que Jesús intervino para detener la ejecución de una mujer descubierta cometiendo adulterio. Cuando el público pidió que la mataran a pedradas por su delito, según lo prescrito por la ley, Jesús pronunció la frase ahora bien conocida por todos: «El que esté libre de pecado que lance la primera piedra».

San Ignacio enseñó que para sentirnos verdaderamente renovados por las Escrituras, debemos aplicar nuestra imaginación a ellas. En esta historia, casi puedo sentir físicamente la vergüenza y el miedo que soportó aquella mujer. Me pregunto si estaba completamente vestida o expuesta al mundo; si sus acusadores le ataron las muñecas, o si los había seguido voluntariamente, con la cabeza agachada por la vergüenza. Puedo imaginar el odio y la virulencia que consumieron a sus detractores, tal vez porque aquella falta moral los hizo sentir más piadosos. En mi cabeza lo imaginaba casi salivando ante la perspectiva de ejecutar un castigo aplicando su propia justicia.

En mi mente puedo ver a Jesús interviniendo con aquella autoridad silenciosa que enmudece a la gente sin entender por qué. Me imagino sus amables ojos de amor y compasión, sabiendo que la mujer es mucho más que aquella mala elección; viéndola como el ser humano completo, complejo y fracturado que es: «Vete y no peques más».

La respuesta de Jesús a la pena capital es una creencia en el espíritu humano; la creencia de que el perdón tiene poder; la creencia de que la gente puede cambiar; la creencia de que nadie está más allá de la reparación en un entorno de restauración. Jesús tenía los ojos de un místico, viendo que cada alma anhela a Dios y cada alma merece tener el mayor tiempo posible para encontrar al Dios que busca.

¿Y dónde estaba el hombre en la historia, aquel con quien supuestamente la mujer fue sorprendida en adulterio? ¿Qué hay de él? Hoy se podrían hacer preguntas similares. ¿Dónde están en el corredor de la muerte los que tienen capital social? ¿Los menos vulnerables? ¿Los ricos que tienen amigos en las altas esferas o pueden pagar buenos abogados? La hermana Helen Prejean ha trabajado con presos en el corredor de la muerte durante 40 años y da fe de que nunca ha conocido a nadie allí con dinero o recursos. “La pena capital significa que quienes no los tienen son castigados”, dice.

Después de que mi hora de vigilia llegó a su fin y fui relevada por un cuerpo más fresco y cálido, comencé la caminata de 10 minutos de regreso a mi casa. Mientras lo hacía pensé en la claridad de Jesús frente al acto de quitarle la vida a alguien como retribución por su crimen. Es hora de que nuestro país haga lo mismo. Actualmente se habla de la abolición de la pena de muerte a nivel federal bajo la nueva administración de los EE. UU., que debería ser un gran motivo de celebración entre los cristianos, sin embargo, esta aún sería legal en 28 estados. Es más, en el mío propio, Iowa, se está considerando traer de vuelta la pena después de abolirla en 1965, lo que sería un trágico retroceso.

Me quedaba aún la altura de una montaña por escalar, pero tras llegar a casa sentí una indiscutible paz en mi espíritu mientras me descongelaba bajo un baño tibio. ¿Qué era este sentimiento y por qué estaba aquí? ¿No debería sentir solo pesadez y dolor por los presos que se dirigían a su perdición durante la próxima semana?

Recordé las palabras del activista social A.J. Muste, a quien un periodista le preguntó una vez si realmente pensaba que su simple protesta a la luz de las velas contra la guerra de Vietnam realmente cambiaría la política nacional. «Oh, no hago esto para cambiar el país», explicó Muste. «Hago esto para que el país no me cambie».

Si bien creo que las manifestaciones pacíficas pueden ayudar a formar la opinión pública y, por lo tanto, eventualmente, la política, sabía que nuestra pequeña protesta no iba a abolir la pena de muerte en sí misma. De hecho, Lisa Montgomery, Cory Johnson y Dustin Higgs fueron ejecutados la semana siguiente según lo programado. Derramé lágrimas por ellos; sin embargo, esa sensación de paz no se ha ido. Parece que el acto de tomar una simple postura pública para objetar conscientemente al status quo dejó su marca en mí, cerrando mi alma a la desesperación total y, por el contrario, entregándola solo a Dios.

Tal vez todos los cristianos deberían ser activistas; tal vez esto es lo que Santiago quiso decir cuando sostuvo que la religión pura e inmaculada es «guardarse sin mancha del mundo» (Santiago 1:27). Quizás lo que nos cambie también cambie el mundo algún día.

Shannon K. Evans es autora de “Embracing Weakness: The Unlikely Secret to Changing the World.” Sus escritos han sido publicados en las revistas America y Saint Anthony Messenger, y en los portales web Ruminate, Verily, Huffington Post, Grotto Network y otros. Shannon, su esposo y sus cinco hijos viven en el centro de Iowa.