Ted Penton, SJ
Esperaba que la semana de las elecciones fuera un desafío, pero no que me condujera al llanto.
Soy canadiense, pero siempre amé a los Estados Unidos. Mi abuelo era estadounidense y sirvió en la Marina de los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial. Gran amante del béisbol, vivió la mayor parte de su vida en Montreal, muy orgulloso de que los inicios de Jackie Robinson en este deporte hayan ocurrido en esta ciudad. Mi padre enseñó Historia de los Estados Unidos y, cuando era adolescente, colgué una gran bandera estadounidense en la pared de mi habitación. Mi amor por la ciudad de Nueva York comenzó en un viaje familiar cuando tenía 13 años. Leí Trump o el arte de vender y lo más destacado para mí (aunque no para mi padre) fue una visita a la Torre Trump de la Quinta Avenida. Al año siguiente, mi papá y yo tomamos el tren a DC, nos hospedamos en un dormitorio de albergue juvenil, recorrimos los monumentos y museos, y presentamos nuestros respetos a los documentos fundacionales preservados en los Archivos Nacionales. Sin embargo, mi recuerdo más vívido del viaje fue la conmoción al enterarme por un periodista del Union Station que los Chicago Bears habían canjeado a mi jugador favorito: Jim McMahon [en inglés].
Como adulto he vivido durante más de doce años en los EE. UU. Me enamoré de Nittany Lion en Penn State, del East Carolina BBQ y de la música country en Raleigh, de los Red Sox en Boston, de los hot-dogs al estilo de Chicago en esa hermosa ciudad, y del Ben’s Chili Bowl en DC. ¡Sin mencionar los muchos amigos maravillosos que he hecho aquí! El país, por decir lo menos, ha sido muy bueno conmigo.
Siempre he sido crítico con ciertos aspectos de la política estadounidense, tanto nacional como extranjera. El país no es el faro de luz para el mundo como a veces se piensa. Pero es una de las democracias más duraderas y estables del planeta, donde el estado de derecho siempre ha sido primordial y ha bendecido al mundo de muchas maneras.
Muchos aspectos de la presidencia de Trump me han frustrado. Pero ver a un presidente estadounidense pedir públicamente a los funcionarios electorales que dejen de contar las papeletas llevó las cosas a otro nivel. El hecho de que simultáneamente llamara a seguir contando votos en los estados en los que estaba atrasado agregó un elemento de farsa sin disminuir de ninguna manera la tragedia. Quería reír pero me puse a llorar.
La democracia es frágil, como bien saben por triste experiencia aquellos que son de otros países. El tejido mismo de la república depende de una cierta humildad entre los funcionarios electos, un reconocimiento de que los intereses del país están por encima de sus propios intereses personales, que ganar con elegancia es importante, pero que perder con ese gesto lo es aún más. Sin embargo, aquí hay un presidente que está tratando de derribar todo el sistema en lugar de aceptar que ha perdido.
Sé que no fui el único sorprendido al que cogieron con la guardia baja. A pesar de las profundas divisiones en el país, esperaba y creía que, en un nivel más profundo, todavía existía un compromiso ampliamente compartido con nuestros valores fundamentales, con nuestra democracia.
Como católico, me resulta difícil apoyar a cualquiera de los partidos principales. ¿Cómo apoyar a un partido cuyos mayores «logros» en los últimos cuatro años son recortes de impuestos para los ricos, retrocesos de las regulaciones ambientales y el desmantelamiento de nuestro sistema de protección a los refugiados? Por otro lado, ¿cómo apoyar a un partido que se opone a las protecciones para los no nacidos, que ofrece poco sostén a la educación religiosa y que durante décadas aprobó acuerdos comerciales que causaron enormes pérdidas de puestos de trabajo?
El desacuerdo es importante en un sistema democrático. Que no haya ningún partido al que pueda apoyar plenamente no significa que deba desvincularme del proceso. Al contrario, significa que necesito comprometerme más profunda y creativamente para promover una visión que sirva al bien común y respete la dignidad de todos. Pero en esta semana de entre todas, los partidos políticos y los candidatos no se hallan en el lugar de la esperanza: ni el presidente electo Biden, ni la representante Pelosi, ni el senador McConnell.
En estos tiempos oscuros, el principal punto de esperanza que veo es que, quienquiera que esté en la Casa Blanca, quienquiera que controle el Congreso, quienquiera que pueda sentarse en la Corte Suprema, Jesús es el Señor. Seguramente lo que compartimos como cristianos es más profundo que lo que nos divide. Por muy tentador que sea hacer ídolos de figuras políticas, partidos políticos y movimientos políticos, no son el Señor.
En medio de tales desafíos, ¿cuáles son los primeros pasos hacia esa reconciliación tan crucial? El primero es la oración. Muy pocos de nosotros estamos contentos con los resultados de las elecciones. Lleva esa frustración a la oración, preséntasela al Señor.
El segundo es la humildad. Gran parte de la prensa se ha convertido en cajas de resonancia donde solo escuchamos voces con las que estamos de acuerdo, donde los que no están de acuerdo son denigrados. Necesitamos desesperadamente crecer en humildad, reconocer que ninguno de nosotros tiene todas las respuestas, que tengo mis propios puntos ciegos y que incluso algunas de mis propias creencias pueden estar equivocadas.
En tercer paso es que debemos escucharnos más profundamente unos a otros, especialmente a aquellos con quienes no estamos de acuerdo. Esto no significa someterse a abusos o insultos; o alejarse simplemente de aquellos que no pueden entablar un diálogo caritativo. Significa en realidad buscar activamente y tratar de comprender perspectivas diferentes a las mías. Puede que finalmente no adopte sus puntos de vista, pero al menos comprenderé mejor por qué otros sí podrían hacerlo.
Esta es, entonces, mi oración para las próximas semanas y meses: Que todos pasemos más tiempo enfocándonos en nuestros valores fundamentales compartidos, que podamos crecer en humildad y que podamos escucharnos más profundamente unos a otros.