Se le han dado varios títulos o nombres al Misterio subyacente a todo lo que existe (por ejemplo: el Divino, el Ser Supremo, el Absoluto, el Trascendente, el Santísimo); pero todos estos nombres son solo “punteros” que señalan una Realidad más allá de los nombres humanos y más allá de nuestra limitada comprensión humana. Aun así, algunos conceptos son menos inadecuados que otros dentro de una determinada tradición fundada en la revelación. De este modo, los judíos reverencian a Yahvé (un nombre tan sagrado que no se pronuncia), y los musulmanes adoran a Alá (el [único] Dios).
Los cristianos conciben a este Dios único como una “Trinidad”, como que tienen tres “formas de ser”: (1) El Creador y compañero de alianza (de la tradición hebrea) o “Padre” (el “Abba” de la experiencia de Jesús), (2) el “Hijo” encarnado (hecho hombre) en Jesús, y (3) presente en todas partes del mundo a través del “Espíritu”. Ignacio de Loyola* tenía un fuerte sentido trinitario de Dios, pero le gustaba especialmente la expresión “la Divina Majestad”, haciendo hincapié en la grandeza de la naturaleza divina de Dios; y Karl Rahner, jesuita teólogo del siglo XX, podía hablar de “el incomprensible Misterio del amor y auto entrega.”
La reticencia de algunos de nuestros contemporáneos a usar la palabra Dios se puede entender como una posible corrección a la tendencia de algunos creyentes de hablar de Dios demasiado a la ligera, como si entendieran plenamente a Dios y su modo de actuar.