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En la casa de Ignacio

Por Eric Clayton

En algún lugar de la carretera española me preguntaron si quería leer en la misa.

«Claro», respondí. Mi mirada no dejó de apreciar las montañas por la ventana. No soy ajeno al leccionario.

Al cabo de una hora más o menos, el autobús entró en el aparcamiento y se detuvo. Cogí mi cámara y bajé siguiendo los pasos de mis compañeros de peregrinaje. La basílica, que ocupaba buena parte del área de Loyola, atraía mi atención y el objetivo de mi cámara apuntaba en esa dirección.

Corrí por todo el lugar, fotografiando la estatua de San Ignacio que hace guardia en la entrada de la propiedad, grabando la basílica desde todos los ángulos posibles y tomándome unos cuantos selfies porque tenía que haber alguna prueba de que había visitado el lugar de nacimiento de Ignacio de Loyola.

Pero resulta que la basílica no es la principal atracción. La casa de Ignacio -no sólo el lugar de su nacimiento, sino también el lugar de su convalecencia tras el disparo de bala – parece haber sido engullida por la iglesia que la rodea. Pasamos por debajo de grandes arcos de piedra, luego por puertas de madera mucho más sencillas y subimos las escaleras de la Casa de Loyola.

Mi cámara estuvo funcionando todo el tiempo.

Y entonces, de repente, nos encontramos en la habitación. En su recinto. En el espacio donde todo ocurrió, donde le dieron solamente libros sobre Cristo y los santos, y donde Dios habló a Ignacio a través de esas historias. Donde Dios invitó a un herido Ignacio a considerar un tipo de vida diferente.

¡Y no pude grabar la habitación lo suficientemente rápido! La misa estaba a punto de comenzar, y la gente se agolpaba frente a mi toma…

A regañadientes guardé mi cámara y metí el equipo debajo de mi asiento. Hay que estar presente, pensé.

Y la solemnidad del lugar comenzó a hacerse evidente; estábamos en este lugar esencial de la propia historia de Ignacio, de su propia peregrinación. Y Dios estaba allí, de nuevo, hablándonos. De la misma manera en que le habló a Ignacio.

De repente, estaba leyendo las Escrituras y me di cuenta de que no había apreciado del todo la magnitud de la invitación que se me había hecho, de leer las historias de Dios en la habitación donde Ignacio las encontró, experimentándolas de una manera nueva y significativa.

Estaba hablando de la historia de Dios en ese mismo espacio. Los peregrinos -de una época muy diferente pero cortados de una tela muy similar- estaban allí para escuchar.

He leído en la misa muchas veces y, sin embargo, este momento era palpablemente diferente, significativo.

Cuántas veces nos quedamos atrapados en la rutina de nuestras vidas. Cuántas veces nos movemos con tanta rapidez -concentrados en nuestras tareas, viendo el mundo a través de los objetivos de las cámaras y las pantallas de los iPhone- que nos perdemos el carácter sagrado del lugar. Nos olvidamos de buscar indicios del Espíritu en acción; nos olvidamos de apreciar todo lo que el Espíritu ya ha hecho aquí.

Nos olvidamos de quitarnos las sandalias y deleitarnos en la tierra sagrada.

No tuve una visión profunda o una idea que cambiara mi vida mientras estaba en la misa ese día. Pero se me recordó que debía centrarme, sumergirme profundamente en el momento y en el lugar. Reconocer que el mismo Dios que hizo maravillas en la vida de Ignacio sigue haciendo maravillas en mi vida, en la vida de mis compañeros peregrinos, en la vida de cada uno de nosotros.

El sentido del lugar es una de las formas en que podemos conectar con esa historia, en la que podemos captar de forma tangible la comunión de los santos. Hay una razón por la que el viejo refrán nos invita a seguir los pasos de otro: Hay algo significativo en el lugar y el espacio.

Ah, y en cuanto al vídeo: espero que encuentres algo útil en él, aunque no haya grabado la misa.

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