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Historias

Si bien todos los estudiantes, padres, maestros y administradores se ven afectados por el coronavirus, ciertas poblaciones se han visto aquejadas de manera desproporcionada. Aunque se encuentran entre las poblaciones más vulnerables, los refugiados rara vez forman parte de los debates sobre la educación en la era de la Covid-19. Ya sea que residan en campamentos o en comunidades, los refugiados a menudo viven en condiciones de hacinamiento donde es imposible mantener el distanciamiento social. Los recursos básicos como el agua y el jabón pueden ser difíciles de conseguir. Asimismo, la brecha digital es aún más pronunciada para los refugiados que luchan por acceder a Internet. Dado que más de la mitad de todos los niños refugiados en edad escolar no están inscritos en la escuela, el coronavirus amenaza con convertir una crisis preexistente en un desastre mayor.

Patience Mhlanga
Patience Mhlanga

Patience Mhlanga, una ex refugiada de Zimbabwe, conoce de primera mano la diferencia que una educación de calidad puede lograr en la vida de un niño refugiado. “Vaticinamos que la vida sería desafiante [en el campo de refugiados], pero mis padres se aseguraron de que asistiéramos a la escuela sin importar nada. Entendieron el valor de la educación. A veces no había suficientes bancos para sentarse en la escuela, pero si el cerebro se alimentaba con educación, la escasez de bancos no era un problema», recuerda Patience.

En el 2002, Patience y su familia huyeron de la persecución política en su Zimbabwe natal. Sus padres eran críticos abiertos del entonces presidente Robert Mugabe, un hombre que se desempeñó como Presidente desde 1987 hasta que fue derrocado por miembros de su propio partido en un golpe de Estado en el 2017. Como resultado, su familia fue objeto de amenazas violentas y se vio obligada a huir a Zambia, donde vivieron en un campo de refugiados durante cinco años.

Si bien un campo de refugiados en Zambia puede parecer un mundo apartado, la hostilidad y la xenofobia que experimentó la familia de Patience se reflejan en nuestra retórica política actual. “[La población local] veía a los refugiados como una amenaza para sus recursos”, recuerda Patience. “Mientras estábamos en el campamento, vimos cómo muchos recursos destinados a los refugiados eran robados por ciudadanos del país anfitrión. Algunos tomaban a la ligera nuestras historias de sufrimiento como si las hubiéramos inventado».

Un recurso que nadie pudo quitarle fueron los libros de la biblioteca comunitaria administrada por el Servicio Jesuita a Refugiados (JRS, por sus siglas en inglés). Aunque a los refugiados se les prohibió trabajar fuera del campo, la madre de Patience trabajaba en la biblioteca del JRS. Esto proporcionó a su familia los ingresos que tanto necesitaba y les dio a sus hijos acceso gratuito a los libros. “Mis hermanos y yo visitábamos a menudo la biblioteca para leer libros y mejorar nuestro inglés”, cuenta Patience. “Dado que había pocos recursos disponibles para los refugiados en el campo, la biblioteca comunitaria del JRS les dio a los refugiados una chispa de esperanza para soñar en grande. La biblioteca comunitaria del JRS me demostró cuánto valora el JRS la educación para los refugiados”.

El proceso tomó más de dos años, pero finalmente Patience y su familia fueron reubicados en Bridgeport, Connecticut en el 2007. Mientras su vida cambiaba, Patience mantuvo su sed de conocimiento. Después de graduarse de la Universidad de Fairfield, ella continuó con una maestría en Teología de la Universidad de Duke. Actualmente es estudiante de la Universidad George Washington, donde está cursando una segunda maestría en Salud Pública. También trabajó como profesora de matemáticas con AmeriCrops y sirvió en el Cuerpo de Paz en Zambia.

“Mi vida anterior como refugiada inspiró la elección de mi carrera y estoy entusiasmada por trabajar algún día en el campo del desarrollo internacional y la salud pública, particularmente en países en desarrollo y con contextos frágiles”, explica Patience.

Como ex refugiada que vive fuera de su país de origen, Patience ha llegado a ver cómo la educación es una calle de doble sentido. Cuando se le preguntó cómo se sentía sobre la reducción del número de refugiados admitidos en los Estados Unidos en los últimos años y la hostilidad general que enfrentan los refugiados y migrantes en este país, Patience sostiene: «Creo que la gente tiene este miedo malsano a los refugiados porque es impulsado a menudo por creencias falsas. Para corregir estas narrativas falsas se puede comenzar por educar a las personas sobre quiénes son y quiénes no son los refugiados. Creo que una vez que veamos a los refugiados como nuestros hermanos y hermanas, podremos empezar a reducir este miedo malsano”. Patience ve en esta labor un papel particular para los católicos y cristianos. “Personalmente, mi fe católica me inspira para mostrar compasión activa y amor cristiano hacia los demás. Creo que Cristo nos dio la vida en la Tierra para vivir con los demás, especialmente con los que sufren. Cuando vemos nuestras vidas como dones comunes para compartir, se vuelve muy natural amar a nuestro prójimo. Los refugiados también son nuestros prójimos”.

Desde la Segunda Guerra Mundial no ha habido tantos refugiados y personas desplazadas en el mundo. Como prueba la vida de Patience, los refugiados tienen mucho que ofrecer a sus comunidades adoptivas. Por esta razón, es importante que los gobiernos, las organizaciones sin fines de lucro y las organizaciones privadas respondan al llamado del ACNUR para que la educación de los niños refugiados sea una prioridad. Como personas del mundo desarrollado, podemos pensar que somos quienes proporcionamos la educación, pero al final, podemos ser nosotros los que tengamos más que aprender.